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el blog de los aprendices de Filosofía

Kant: ¿qué debo hacer? (pregunta crucial de la ética kantiana)

Como nuestra inclinación a la justicia, en caso de haberla, podría verse contrarrestada por una inclinación no menos fuerte a la injusticia, necesitamos que la ley moral se presente a nuestra conciencia bajo la forma de un deber. O, como diría Kant, bajo la forma de un mandato, es decir, de un imperativo. Por descontado, no todo imperativo es un imperativo moral. Un imperativo moral es un mandato que ordena lo que ordena sin tener en cuenta ninguna otra finalidad ulterior a conseguir con nuestra acción, como la evitación de un castigo o el logro de una recompensa. Para expresarlo con Kant, un imperativo moral es un imperativo categórico, es decir, diría lo que se debe hacer y punto.

Sin embargo, un imperativo categórico no habla por sí solo ¿Quién nos dice qué es lo que se debe hacer? No hay que confundir, en este sentido, un imperativo categórico de una máxima de conducta, sociohistóricamente condicionadas y a menudo contradictorias entre sí.

Otra característica es que, además de categórico, un imperativo moral digno de dicho nombre tendría que ser autónomo, donde la autonomía moral entraña que sólo yo puedo dictarme a mí mismo mi propia ley moral. La supuesta ley de Dios sería, por el contrario, heterónoma, es decir, procedente de una voluntad que no es mi voluntad, de ahí que tan sólo sea capaz de obligarme moralmente si yo la «hago mía», lo que supondría ya el ejercicio de mi autonomía moral.

Según Kant, el sentido de un imperativo categórico podría verse reflejado en este ejemplo: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal». El principio de universalidad también lo tiene en cuenta Kant en esta otra formulación: «Obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal». Esta versión del imperativo kantiano recibe el nombre de imperativo o principio de universalización. Lo que el imperativo categórico así entendido nos viene a decir es que ninguna máxima de conducta podría ser elevada a la condición de ley moral si no admite ser universalizada.

Otros matices que se incorporan al imperativo categórico kantiano es el de la exigencia de autonomía. En esta versión, al hacer radicar la legislación universal en la autónoma voluntad, bien podría recibir la denominación de imperativo o principio de autodeterminación: «No llevar a cabo ninguna acción por otra máxima que ésta, a saber, que dicha máxima pueda ser una ley universal y, por tanto, que la voluntad pueda a la vez considerarse a sí misma a tenor de ella momo universalmente legisladora».

La ética kantiana es acusada de «formalista», porque no nos propone la realización de ningún bien, porque se desentiende de las consecuencias de nuestros actos y porque no tiene en cuenta los diferentes intereses de la gente. Asimismo, al tratarse de una ética deontológica, o del deber, no deja hueco dentro de ella para la felicidad humana, lo que la sitúa en desventaja respecto de las llamadas éticas teleológicas o de «fines», desde la ética aristotélica al utilitarismo.

Es obvio que la ética kantiana no es una ética del bien, pero esto es porque se sitúa por encima del nivel en que las éticas del bien se desenvuelven. Lo que sea el «bien» para cada cual se halla incorporado en sus máximas de conducta, y el princpio de universalización tiene por cometido el de p`roveernos de un «criterio» para la «evaluación moral» de dichas máximas.

La ética kantiana tampoco es una ética de las «consecuencias», ni mucho menos una ética de los «resultados» o del «éxito». Y es que, a decir verdad, el valor moral de nuestras máximas no se ha de medir por nada de eso, puesto que dicho valor quedaría entonces reducido a un «valor puramente instrumental». Por el contrario, el valor moral de nuestras máximas dependía exclusivamente de la «recta intención» con que las asumamos, y de ahí que sistuviera que lo único verdaderamente bueno en este mundo es una «buena voluntad».

Uno de los problemas que se encuentran es que nuestras diversas y frecuentemente contrapuestas concepciones del bien se limiten a reflejar la diversidad y contraposición de nuestros «intereses materiales», en cuyo caso poco se ganaría tratando de universalizar en solitario máximas de conducta acaso inconciliables (ejemplo del sindicalista y el empresario). ¿Cómo podría lograrse tal conciliación? Kan apela al sujeto trascendental. Esta solución peca de artificiosa y ni siquiera hace justicia a aspectos esenciales de la ética del propio Kant, como vendría a acontecer con la conciencia moral, una conciencia irremisiblemente referida a un individuo concreto que poco o nada tendría que ver con el sujeto trasncendental. Dicha conciencia moral no parece ser emitida ni escuchada por ningún fantasmagórico sujeto trascendetal sino procede, y se dirige a, esos sujetos individuales que venimos a llamar sujetos morales:

Todo hombre tiene conciencia moral y se siente observado, amenazado y sometido a respeto -respeto unido al temor- por un juez interior. Y esa autoridad que vela en él por las leyes no es algo producido arbitrariamente por él mismo, sino inherente a su ser. Cuando pretende huir de ella, le sigue como su sombra.

Lo que describe Kant como un rasgo de la naturaleza quizá no pase de reducirse a una contingencia psico-socio-histórica de la constitución del hombre como sujeto moral. Aún así, por más que la voz de la conciencia permaneza frecuentemente sumida en la afonía y nosotros hagamos con no menos frecuencia oidos sordos a su llamado, es decir, por más que exagerada que nos parezca la afirmación kaniana según la cual «todo hombre» tiene, y tiene siempre, conciencia moral, lo cierto es que a veces aducimos obligaciones de conciencia como motivos de nuestros actos y experimentamos sentimientos de culpa o remordimientos de conciencia cuando obramos en contra de sus dictados. Negar estos fenómenos también sería atentar contra la fenomenología moral.

En nuestros días, la cuestión de la conciliación o discursiva la pone de relieve Jürgen Habermas, reformulando en términos dialógicos el principio de universalización: «En lugar de considerar como válida para todos los demás cualquier máxima que quieras ver convertida en ley universal, somete tu máxima a la consideración de todos los demás con el fin de hacer valer discursivamente su pretensión de univeresalidad». Aquí, el adverbio discursivamente no garantizaría tampoco la unanimidad; y si lo traducimos por el adverbio «democráticamente» estaríamos entonces resolviendo el principio de universalización en la regla democrática de las mayorías, una decisión mayoritaria pero que podría ser injusta.

Otra formulación del imperativo categórico dice: «Obra de tal modo que tomes a la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre como un fin al mismo tiempo y nunca meramente como un medio». Esta versión del imperativo categórico haría de él un principio abiertamente material. Incluso podría decirse que es bastante menos formal que cualquier otro. En todo caso, no habría inconveniente en conceder que la de Kant sera una ética formal, pero de ahí no se sigue que haya de ser una ética formalista.

Contra lo que se le critica de ordinario, la ética kantiana del deber no se olvidó de la felicidad ni tampoco lo hizo de los fines de las acciones humanas. Kant se interroga expresamente acerca de cuáles de aquellos «fines» habrían de ser tomados por «deberes», a lo que responde: «La propia perfección y la felicidad ajena», a continuación de lo cual insiste en advertirnos contra el peligro de invertir los términos y tomar por deberes «la perfecciópn ajena y la felicidad propia».

  • La perfección ajena es asunto de cada quien y nadie tiene autoridad para dictar a otro lo que haya de entender por «perfección» (sólo tenemos la obligación de procurar la nuestra).
  • En cuanto a la felicidad, también tenemos la obligación de procurar la de los demás, pero sería ocioso prescribirnos a nosotros mismos las búsqueda de la propia felicidad, pues todo el mundo busca sin necesidad de qie nadie se lo prescriba. Por ello Kant no se molestó en formular ningún imperativo que nos diga «Sé feliz», sino más bien el que nos dice: «Sé digno de ser feliz», algo que sólo se consigue a través del cumplimiento de nuestro deber.

15 febrero 2010 Posted by | Ética, Kant | | 2 comentarios

Kant: ¿qué puedo saber?

A la pregunta «¿Qué puedo saber?» Kant dedica la más famosa de sus obras, la Crítica de la razón pura de 1781, cuya segunda edición aparecería en 1787. No hay mayor inconveniente en reducir esa pregunta a esta otra: «¿Qué puedo conocer?», aun a sabiendas que tal reducción cercena de algún modo la amplitud originaria de la primera pregunta kantiana, dado que dicha reducción asigna el término conocimiento la interpretación de conocimiento científico. En todo caso, Kant trataba de responder a aquella pregunta diseñando lo que se puede llamar la estructura del sujeto cognoscente, en cuanto condiciones de posibilidad de su conocimiento, es decir, un sujeto cuya sensibilidad se halla configurada espacio-temporalmente y cuyo entendimiento funciona ajustándose a principios como el de la causalidad.

Cualquier suceso que nosotros conozcamos se dará en el espacio y en el tiempo y podrá ser concebido como el efecto de una causa, causa que a veces conocemos y a veces no, pero que se supone que conoceríamos si poseyéramos la suficiente información acerca de las circunstancias en que dicho fenómeno se produjo. Ese sujeto idealizado sería el sujeto trascendental, algo así como un Hombre con mayúscula que representa «lo común» a todos los sujetos reales y concretos de conocimiento, u hombres con minúscula, comenzando por la Razón con mayúscula encargada de vertebrar su susodicha estructura cognoscitiva.

Dentro de semenjante paradigma (deuda de la mecánica newtoniana) el conocimiento exhaustivo de las circunstancias en las que se produce un fenómeno dado no sólo habria de permitirnos explicarlo causalmente una vez acontecido, sino asimismo predecirlo antes de que acontezca. Su modelo de ciencia natural es un modelo presidido por el determinismo causal. Ahora bien, semejante simetría entre explicación y predicción está lejos de darse en el terreno de las ciencias sociales.

En ellas, el científico que mejor o peor logra explicar un determinado fenómeno social no se halla, por principio, en situación de predecirlo con la misma seguridad. La asimetría obedece a la sencilla razón de que los actores sociales que pueden contribuir a acelerar el cumplimiento de la predicción, pueden también contribuir a que la predicción no se cumpla, es decir, a frustrar su cumplimiento (self-fulfilling y self-defeating prophecies).

Kant opinaba que cuando la razón, la razón teórica, pretendía ir más allá de lo autorizado por la estructura del sujeto del conocimiento se veía inmersa en dificultades y aprietos insalvables. Dentro del mundo natural rige sin excepción el principio de la causalidad, pero no hay modo de probar que el mundo natural en su conjunto tenga una causa, como tampoco hay modo de probar que la tenga.

El mundo humano es un mundo de «intenciones» y no sólo de «causas», en todo caso, cuando nosotros describimos las acciones de nuestros semejantes no es del todo ilegítimo que lo hagamos en términos causales, explicándonos causalmente su conducta en virtud de los condicionamientos naturales (carácter o temperamento) y sociales (educación o clase social) que les llevan a comportarse de tal o cual manera. Las atribuciones de tales relaciones de causalidad pudiera resultar en ocasiones discutible, pero lo cierto es que tanto en los dominios de la vida cotidiana como en los de la historiografía se acostumbra a llevarla a cabo con más o menos soltura.

Cuando diga «no pude actuar de otra manera» o «Las circunstancias me obligaron a actuar como lo hice», es decir, cuando pretenda otorgarme el beneficio de la causalidad, estaría sencillamente dimitiendo de mi condición de persona, capaz de actuar libremente, para pasar a convebirme como una cosa más, simetida por tanto, como el resto de las cosas, a la forzosa ley de la causalidad que falsamente trato de aducir en mi favor. Estaría renunciando a la humana carga de ser dueño de mis actos. Y eso, en rigor, es lo más indigno que un ser humano podría hacer, pues equivale a renunciar a su condición de tal, situándose por debajo de su propia dignidad.

La libertad de la que no podemos exonerarnos en tanto que hombres nos lleva más allá de lo que somos, más allá del reino del ser, para enfrentarnos con el del deber.

14 febrero 2010 Posted by | Ética, Kant | | 2 comentarios

El lugar de la ética en la filosofía kantiana

Lo verdaderamente decisivo del pensamiento de Kant se encuentra en los problemas que Kant se planteó, más que en las soluciones que propuso para ellos. ¿Cuáles eran esas preguntas? Kant las enumeró más de una vez y estas son:

  • ¿Qué puedo saber?
  • ¿Qué debo hacer?
  • ¿Qué me es dado esperar?
  • ¿Qué es el hombre?

No todas ellas han aquí de interesarnos para conocer el lugar de la ética en la filosofía kantiana y, para este propósito, tendremos que centrarnos en la segunda de ellas especialmente. Pero, dado que esa pregunta presupone en algún modo la primera y se prolonga en cierto sentido en la tercera, aludiremos a ellas a efecto de pergeñar una visión del conjunto de la ética kantiana

12 febrero 2010 Posted by | Ética, Kant | , | Deja un comentario

Nacionalismo y autodeterminación

En un Estado nacional sólo tiene cabida una autodeterminación. No se considera la posibilidad de ninguna otra en su territorio y, si apareciera, sería vista como una amenaza a la unidad nacional. Entramos en un círculo vicioso que no tiene solución: por un lado, el nacionalismo ha sido motor del modelo de Estado nacional; por otro, la constitución y defensa de los estados nacionales impide la realización política de aquellos otros nacionalismos de las naciones sin Estado, cuya autodeterminación está en directa contradicción y oposición con el principio de la soberanía nacional que fundamenta al Estado al cual pertenecen.

El Estado nacional y la autodeterminación son conceptos interdependientes, pero parten de un problema irresoluble: el territorio es limitado. Puede haber 100, 200, 400 estados nacionales, incluso más, pero el territorio objeto del deseo es el mismo. El Estado nacional es soberano sobre un territorio delimitado por fronteras y no admite compartirlo con nadie, sino defenderlo frente a otro, sea uno o carios estados nacionales, sea una Nación o naciones dentro del propio Estado.

Si una parte de la población se define como Nación y reivindica el derecho de autodeterminación, no le será fácil ejercerlo. Tendrá que confiar en factores que escapan a su control, como una crisis general del sistema político, la caída del imperio con el que estába vinculado, una guerra internacional o bien el interés de una potencia mundial en apoyar la centrifugación o disolución de un imperio colonial o de un Estado plurinacional.

En todo caso, no debería confundirse la autodeterminación de hecho con la autodeterminación de derecho. Se autodetermina quien puede y no quien quiere. En este punto, el Estado nacional es poco o nada democrático. Teniendo en cuenta que el nacionalismo universal es imposible y que la Tierra no es un globo que pueda aumentar su tamaño, ¿qué hacer? Cambiar de paradigma, a partir del hecho de que el Estado nacional es una realidad histórica y, como tal sujeta a evolución y cambio.

11 febrero 2010 Posted by | Filosofía Política, Nacionalismo | , , | Deja un comentario

El Estado, el nacionalismo y sus fases

Entre el individuo y la Nación liberal se encuentra una red de instituciones cada vez más compleja, con las que cada uno mantiene unas relaciones fudnadas en una libertad de elección y acción. El nacionalismo tendrá necesidad de promover mediante sus protavoces una lealtad previa o superior a cualquier otra: la lealtad nacional. Ésta es compatible, por supuesto, con lealtades de otro tipo, empezando por la lealtad democrática y, asimismo, admite lealtades nacionales compartidas o un nacionalismo multinivel. Así, se podrían promover identidades y lealtades nacionales sumables y compatibles, por ejemplo, Cataluña, España y Europa. Pero no es tan fácil asumirlo desde el nacionalismo, incluso es una paradoja para muchos nacionalistas.

La virtud y el problema del nacionalismo es que los tres grandes fines políticos del mundo moderno, el bienestar, los derechos, y el autogobierno, sólo se comprenden en el marco de la Nación. Por eso se afirma que «un pueblo libre es un pueblo que se autogobierna». Pero una sociedad que busca o promueve la homogeneidad cultural y la lealtad patriótica, difícilmente podrá dar una respuesta satisfactoria a la diversidad cultural. Del mismo modo, tampoco estará en las mejores condiciones para comprender el autogobierno de forma policéntrica y asimétrica, de manera que pueda dar acomodo a la plurinacionalidad.

Vivimos en un mundo político de estados modelados según los principios básicos del Estado moderno, hobbesiano. A partir de estos principios se pueden enumerar cinco fases o zonas horarias del sistema de estados nacionales, que se solapan en el tiempo:

  1. Los primeros Estados-nación europeos occidentales como modelos originales del Estado moderno (España, Inglaterra, Francia, entre los siglos XVI y XVIII).
  2. La independencia de los Estados Unidos y la constitución de los sucesivos estados nacionales, fruto de la secesión de las colonias americanas de sus respectivas metrópolis europeas y, especialmente, del Imperio español (siglos XVIII y XIX).
  3. Los nacionalismo europeos tardíos que dieron lugar a nuevos estados nacionales por medio de la unificación (Alemania e Italia), o bien como resultado de la Primera Guerra Mundial y de la disolución del Imperio austrohúngaro. En esta fase también se incluye la Commonwealth of Nations, como regulación de la creciente liberalización de relaciones entre el Imperio británico y sus dominios (Canadá, Australia, Nueva Zelanda), el nuevo nacionalismo expansionista de Japón y las nuevas naciones sin estado en Europa, tales como Irlanda, Cataluña, Euskadi o Escocia).
  4. La extensión del nacionalismo y de los movimientos nacionalistas a otros continentes: Egipto (1936), India (1947), Israel (1948), Indonesia (1949) o Argelia (1962).
  5. La última surge como consecuencia del final de la guerra fría y del derrumbamiento del imperio soviético (1989), con el surgimiento de más de veinte estados nuevos o reestablecidos en el centro y este europeos y en Asia. El mundo cuenta hoy en torno a 200 estados, cifra que contrasta con los 51 estados que consituyeron las Naciones Unidas en 1945.

La pregunta que se puede formular es si existe la posibilidad de una sexta oleada nacionalista mirando al futuro, y si tiene sentido la constitución de nuevos estados, basados en las naciones sin Estado, o bien en aquellos movimientos de liberación nacional que persisten en su lucha por la autodeterminación nacional. Hechter ha clasificado distintos tipos de nacionalismo o procesos de construcción nacional mediante la constitución de un Estado propio o la realización nacional de un Estado preexistente:

  1. El nacionalismo de Estado, o la construcción nacional desde el Estado.
  2. El nacionalismo periférico o el nacionalismo que surge de naciones culturales que se resisten a la integración-asimilación por parte de otro Estado y se proponen tener un Estado propio.
  3. El nacionalismo irredento que ocurre cuando se pretende extender los límites del Estado nacional para incoporar territorios cuya población copertenece a la misma identidad nacional.
  4. El nacionalismo unificador cuando se promueve la construcción y constitución de un Estado nacional único sobre  un territorio culturalmente homogéneo pero políticamente dividido.

10 febrero 2010 Posted by | Filosofía Política, Nacionalismo | , | 1 comentario

Las divisiones y fracturas de las naciones políticas

Todo ciudadano tiene una «nacionalidad» por el mero hecho de estar vinculado a un ordenamiento jurídico estatal y no a otro. Asimismo, toda persona forma parte de una comunidad cultural específica, con la que comparte características que le son comunes. La Nación política, por el contrario, es una opción subjetiva. Forma parte del sentimiento y voluntad de las personas. No puede hablarse plenamente de Nación si no existe un sentimiento nacional, una conciencia nacional, una voluntad subjetiva de cada uno de los miembros de la comunidad que les identifica con la misma. La Nación política es es ser o no ser del nacionalismo, el eje vertebrador de la sociedad moderna.

Las divisiones o fracturas que pusieron en tela de juicio la uniformidad de la Nación política y la igualdad entre los ciudadanos fueron dos.

La primera fue de carácter externo y está relacionada con los límites territoriales que necesariamente tiene el Estado-nación. Cuando una comunidad nacional decide separarse de un Estado o se resiste a ser conquistada por un Estado, a pesar de inspirarse en los mismos valores ilustrados y liberales, nace una nueva Nación política. Este «nacimiento» puede legitimarse por la identidad cultural o, simplemente, por la voluntad política de separarse.

La segunda fue de carácter interno y se refiere a la división de la Nación política como reflejo de la división social del trabajo y de las clases sociales. La Nación política cuya base material es la economía liberal tiene una homogeneidad ficticia en la medida que está basada en la división social del trabajo y en la estructura de clases que caracterizan el sistema capitalista.

9 febrero 2010 Posted by | Filosofía Política, Nacionalismo | , | Deja un comentario

El concepto de Nación

El nacionalismo no tiene un fundador univeral o general, a diferencia de otras ideologías modernas. Tiene fundadores nacionales, tantos como estados o naciones se proclaman soberanos. Quizá por esta razón tampoco existe una definición de Nación aceptada con carácter general. En todo caso, se pueden distinguir cuatro puntos o características básicas de la Nación/nacionalidad:

  1. Comunidad de sentimiento.
  2. Comunidad de historia y cultura compartidas.
  3. Comunidad política.
  4. Comunidad que se realiza y autodetermina mediante el Estado.

1. Comunidad de sentimiento.

La Nación es ante todo una comunidad de sentimiento, que identifica al conjunto de miembros de la misma, los cuales se sienten vinculados a ella, que se reconocen unos con otros como pertenecientes a la misma Nación, y que se distinguen de otros que son de otras naciones. El sentimiento identitario es inherente a todas las naciones, es la prueba más evidente de que existe una comunidad de individuos que se sienten Nación y se identifican con la misma.

2. Comunidad de historia y cultura compartidas.

Las naciones tienen historia propia o no son. Es esta historia común la que va configurando una comunidad de carácter, una comunidad cultural, con características comunes que normalmente confluyen y se manifiestan mediante una lengua propia.

3. Comunidad política.

No es lo mismo una comunidad de sentimiento o de carácter, surgida de un pasado común, que una comunidad política del presente con voluntad de permanecer, mirando al futuro. La Nación o nacionalidad como comunidad política implica la explícita voluntad de vivir juntos bajo un mismo gobierno. En sentido antropológico, se define la Nación como una comunidad imaginada, donde la inmensa mayoría de sus miembros no se conocerán nunca, pero sin cruzar sus vidas viven la imagen de su comunión nacional.

4. Comunidad que se realiza y se autodetermina mediante el Estado.

La Nación es una comunidad soberana porque en ella reside la fuente del poder que legitima el Estado y a sus gobernantes.. Max Weber dio una de las definciones más breves de la Nación, al decir que es una comunidad de sentimiento que se manifiesta adecuadamente en un Estado propio. Una Nación con voluntad política de autogobierno sin conseguir este objetivo, o su recononocimiento internacional como Estado nacional, es una Nación incompleta en su sentido moderno. Y un Estado-nación jurídica que no consigue ser una comunidad de sentimiento, o en la que un porcentaje significativo de la población de una parte o partes de su territorio no se sienten nacionalmente vinculadas, es también una Nación incompleta y un Estado insuficientemente legitimado. La Nación moderna es plena y soberana cuando se realiza y autodetermina en el Estado.

8 febrero 2010 Posted by | Filosofía Política, Nacionalismo | , | Deja un comentario

Dimensiones del nacionalismo

El nacionalismo es una ideología moderna que concibe la Nación como sujeto de soberanía y, por tanto, fundamento del Estado. Cuando Kant definió la Ilustración como el abandono de la minoría de edad por parte del hombre, estaba indicando un camino de liberación de las personas, de servirse por sí mismas para conocer, decidir y actuar en libertad, sin que pudiera haber una verdad impuesta contra su voluntad. Este principio o camino de liberación también es aplicable a los pueblos, a todos los pueblos y naciones. Aunque es cierto que tan fácil es identificar al sujeto persona, como difícil identificar y definir qué es la Nación.

El nacionalismo es consustancial con la construcción y evolución del Estado moderno. Se distingue de las demás ideologías en que llama a la identidad antes que a la voluntad. El nacionalismo se pregunta por quién forma parte del pueblo o Nación; delimita y señala la comunidad nacional. Las otras ideologías modernas se preguntan por el cómo debe organizarse y ser gobernada una sociedad.

A cada Estado una Nación, a cada Nación un Estado. Este es el principio general del nacionalismo. Por esto se dice que es el nacionalismo quien crea la Nación y no al revés. No hay necesidad de nacionalismo si los individuos son súbditos del rey, puesto que éste es el soberano y garantiza la unidad del Estado. Tampoco hay necesidad de nacionalismo si el fundamento del poder estatal es únicamente la coerción y el temor. Pero sólo que haya algo de consenso o legitimación civil del poder público, es decir, de reconocimiento mutuo entre gobernantes y gobernados, aparece la semilla del nacionalismo.

El nacionalismo es inmanente al Estado liberal. Para que un Estado-nación continúe existiendo como tal, tiene que haber una serie de costumbres, rutinas, creencias ideológicas, sentimientos, símbolos que afectan e influyen en las vidas de los miembros de la Nación, que de manera consciente o inconsciente, recuerdan y sienten su pertenencia nacional y se comportan en coherencia con ella.

El nacionalismo es una ideología de doble dirección. Porque existe una contraposición entre los nacionalismos «estatal-nacionales» y los nacionalismos «de oposición». Los grandes nacionalismos del siglo XX han sido el británico, el francés, el norteamericano, el alemán, el japonés, el ruso y el chino; son estos los que han definido el orden internacional y los que se han enfrentado entre sí, con justificaciones ideológicas diversas sobre el fondo de una efectiva contraposición de intereses estatales-nacionales.

7 febrero 2010 Posted by | Filosofía Política, Nacionalismo | | Deja un comentario

Aristóteles: la ética de la felicidad

La ética de la felicidad

La obra aristotélica se compone en su mayor parte de tratados dedicado cada uno de ellos a las distintas ramas en que se irá diversificando, y finalmente dividiendo, la filosofía: Física, Lógica, Ética, Política, Metafísica. Concretamente son tres los libros que hoy recogen el pensamiento ético de Aristóteles, siendo el de Etica a Nicómaco el más canónico y citado. Aristóteles partía de la concepción del hombre como ser social o político: un hombre que se completa en los demás, en la comunidad. Esta cuestión, central en el pensamiento aristotélico, es reivindicada hoy por los críticos del pensamiento individualista liberal.

Pero antes es preciso desarrollar la idea de que el hombre tiene un bien o un fin, idea que es el núcleo de la ética. Ese fin fin o bien que busca el ser humano no es otro que la felicidad. En efecto, la felicidad es aquello hacia lo que todos los seres humanos tienden, por lo que se y no otro debe ser el contenido de la ética: conducir al ser humano a la felicidad.

La virtud y la felicidad

La felicidad es lo que todos los hombres quieren, pero no está allí donde la mayoría suele buscarla: la felicidad no radica en la riqueza ni en los honores ni en el éxito. La felicidad está en la vida virtuosa. ¿Cuál es nuestra función en este mundo? Sólo la respuesta a preguntas como esta nos dan la clave de la virtud y, en consecuencia, de la felicidad. Aristóteles, para contestar al interrogante, repara en los tres géneros de la vida que ya Platón había separado: la vida vegetativa (propia de las plantas), la vida sensitiva (propia de los animales), y la vida racional (propia del animal racional que es el hombre). En una ética como la griega, dirigida a la formación del carácter, lo que busca no es eliminar los deseos, sino más bien encauzarlos hacia ese fin que es la virtud o la felicidad, es decir, tratar de conseguir que los deseos y la sensibilidad de cada uno no obstaculicen ni entorpezcan el camino hacia la vida feliz.

Las ideas no son el punto de partida del conocimiento moral: no sabemos qué es el bien porque conozcamos la definición ideal del bien, como no sabemos qué es la salud a partir de una definición teórica y general de la vida sana. Aprendemos a ser buenas personas, virtuosas, en la práctica, enfrentándonos con situaciones difíciles y procurando elegir bien y tomar la decisión más correcta o la menos equivocada. La virtud es una actividad práctica consistente en saber escoger el término medio, un término medio peculiar en cada caso y para cada persona, que escapa pues a las definiciones generales.

La virtud y el término medio

La vida feliz es una vida «reglada» por la razón y no abandonada al desorden de deseos y pasiones, reglas que tienen que ver con la moderación porque las cosas se destruyen (se «desvirtúan» o dejan de ser ellas mismas) tanto por exceso como por defecto. Aristóteles nos ha ha dejado distintas listas de virtudes. Para entender el significado de la idea de virtud sobre todo conviene fijarnos en las cuatro virtudes cardinales: la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.

Las virtudes aristotélicas se clasifican en dos grandes tipos: virtudes éticas y virtudes dianoéticas. Las virtudes dianoéticas no se adquieren por la costumbre, como ocurre con las virtudes éticas, sino por la enseñanza. La clasificación es consecuencia del rechazo de su autor de una concepción puramente intelectual de la virtud, así como de la convicción de que la vida virtuosa, propia de la existencia humana, no consiste en una actividad exclusivamente racional, sino también sensitiva, que tiene que ver con las emociones y no sólo con la razón. Así, las virtudes éticas se originan mayormente por la costumbre, por los hábitos, y son las que más directamente contribuyen a formar el carácter de la persona. Ser virtuoso no consiste en realizar de vez en cuando un acto virtuoso, sino en serlo durante toda la vida.

La virtud de la prudencia (phrónesis)

La prudencia es una de las virtudes dianoéticas o intelectuales (junto a la sabiduría o la contemplación). El prudente es aquelkairos), hacer lo que conviene en cada caso que sabe juzgar rectamente tomar la decisión justa, aprovechar el momento oportuno (. Dicho de otra forma: el que a fuerza de intentar ser virtuoso acaba siéndolo. Pensar sanamente equivale a pensar «normalmente», pensar lo correcto o lo que hay que pensar. En este sentido Aristóteles ha sido acusado de conservadurismo y de complacencia con el status quo, un defensor del pensamiento normal, de lo equivaldría a lo hoy llamado «políticamente correcto». La prudencia constituye la síntesis de todas las virtudes pue consiste en esa regla que manda buscar la medida y el término medio y que se encuentra personificada en el hombre prudente.

«La virtud es un modo de ser selectivo, siendo un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello por lo que decidiría el hombre prudente». En esta definición se encuentran todos los rasgos que caracterizan a la virtud aristotélica:

  1. «Un modo de ser selectivo» porque la elección del término depende de las situaciones que nunca son inguales (la mejor dieta no es la misma para el atleta que para el que no lo es);
  2. «Término medio relativo a nosotros» porque es a cada uno a quien corresponde determinar dónde está para él y en su caso el término medio;
  3. «Determinado por la razón», que actúa sobre el deseo y rectifica los excesos o defectos derivados del mismo;
  4. «Y por aquello que decidiría el hombre prudente» como referencia última que nos permite determinar o identificar la conducta virtuosa.

En un libro sobre La prudencia en Aristóteles, el filósofo Pierre Aubenque (1999) explica cómo la ética centrada en la prudencia es una ética consciente de la contingencia y el azar que embargan irremediablemente la existencia humana. A diferencia de los dioses que conocen y dominan el destino y viven en un mundo de necesidad y perfección, los humanos desconocen el orden perfecto y no tienen más remedio que arriesgar elecciones y cargar con sus consecuencias.

3 febrero 2010 Posted by | Ética, Grecia | , , , , , , | 12 comentarios

Los sofistas, Sócrates y Platón: la virtud es conocimiento

Los sofistas y Sócrates

Los sofistas representan la época ilustrada del pensamiento griego. Los sofistas eran mercenarios del saber ya que no se limitan a ser sabios, sino que hacen alarde de su saber puesto que lo enseñan y, además, cobran por su trabajo. Sócrates, por su parte, se escandaliza de la instrumentación que los sofistas hacen de sus enseñanzas. Sócrates, que también es sabio, no convierte su saber en mercancía, sino que hace profesión de su ignorancia: «Sólo sé que no sé nada». Busca saber, ciertamente, pero no se propone enseñar lo que sabe, sino más bien poner de manifiesto las lagunas que cada cual tiene en su conocimiento.

La mayoría de los diálogos platónicos, los llamados diálogos socráticos, narran disputas entre Sócrates y los sofistas, en las que aquél utiliza el método dialéctico que consiste en descubrir, por la discusión y el diálogo, lo que unos y otros ignoran. A través de la conversación, a través de preguntas y respuestas, los interlocutores dicen buscar la verdad. Y es Sócrates quien siempre tira de afirmaciones de sus oponentes para mostrar la vulnerabilidad de las mismas y que el fundamento en el que se asientan es extremadamente frágil.

En realidad los sofistas ya no buscan la verdad. Aceptan que ni la ética ni la política pueden permitirse juicios que vayan más allá de la doxa, la opinión. Ni la ética ni la política son ciencias, se basan no en verdades sino en opiniones que, como tales, no son demostrables. A lo único que uno puede aspirar es a convencer o persuadir de la utilidad de sustentarlas. Por eso, los sofistas son maestros en retórica, el arte de la persuasión, el que les sirve para conseguir la adhesión a aquellas ideas o leyes que juzgan más convenientes.

Que los sofistas hayan pasado a la historia como los adalides de la argumentación engañosa y falaz es sólo consecuencia de la mala prensa que adquirieron por causa de la condena generalizada que de la sofística y de sus métodos basados en la retórica hace Platón.

La ética socrática

La ética socrática deriva de la máxima: «Conócete a ti mismo»: sólo el que aprende a conocerse sabrá lo que es bueno para él. Si tenemos en cuenta que al referirse a uno mismo, Sócrates no está pensando en el cuerpo sino en el alma. Conocerse significa tratar de buscar el bien del alma por encima del bien del cuerpo, un bien que no diferirá tanto de un individuo a otro, dado que las almas se parecen, en teoría, más unas a otras que los cuerpos.

Con la muerte de Sócrates culmina una forma de vida no sólo de reflexión y debate filosófico, sino testimonial y ejemplar. Sócrates teoriza poco sobre la ética, pero da ejemplo de ella. En los diálogos socráticos, más que decirnos lo que es la virtud, nos dice lo que la virtud no debe ser, refutando siempre y reiterativamente las opiniones de quienes participan en los diálogos.

Platón

Hay dos ideas fundamentales en el pensamiento moral de Platón:

  1. Sólo los verdaderamente filósofos deberían llegar a los cargos públicos. Esta idea la expone de manera brillante en el mito de la caverna: sólo los que se atreven a salir de la caverna y contemplar la realidad a la luz ideal, sólo lo que no se contentan con las sombras de la realidad, que es lo único que ven los que viven encadenados al mundo de las apariencias, sólo ésos son los auténticos amantes del conocimiento. Dicho de otra forma, sólo el sabio es totalmente virtuoso, pues basta conocer el bien para vivir conforme a él. Esta es una visión intelectualista de la vida moral, sin duda falsa, pero central para el idealismo platónico.
  2. El pensamiento moral platónico sigue siendo elitista y aristocrático. Aquí el virtuoso no es el héroe, sino el sabio. Pero no todos los hombres -y mucho menos las mujeres- pueden acceder a la condición de sabios. Al igual que le ocurre al almam que tiene tres partes -vegetativa, sensitiva y racional-, la ciudad está formada por tres estamentos: los obreros, los guardianes y los filósofos. Cada estamento tiene las virtudes que le son propias porque ha de cumplir una función (un télos) distinto en cada caso. A los obreros les corresponde trabajar, a los guardianes defender la ciudad y a los filósofos gobernarla. El fin es tanto el bienestar común como el buen funcionamiento de la ciudad. Por eso es una utopía: un ideal que no está en ningún lugar pero que se concibe como lo mejor.

2 febrero 2010 Posted by | Ética, Filosofía, Grecia | , , , , | 5 comentarios